Por: Miriela Mijares Márquez
Le hablaba de su relación con Chibás y su orgullo de pertenecer al Partido Ortodoxo; del día en que estuvo sentado en el brazo del butacón donde estaba su líder y de su negación a ir a votar por aquellos que en nada representaban al pueblo; pero mi abuelo no ha quedado anclado a mi memoria como un héroe solo por eso.
No estuvo en la Sierra, pero participó en pequeñas acciones de la clandestinidad, allá, en La Habana. Sin embargo, ni las cédulas guardadas; ni su revólver de cabo blanco, hermosísimo; ni siquiera la lápida que le puso a su amigo negro, el Sastre, donde se atrevió a escribir la palabra “comunista”; han construido la imagen de rebeldía que conservo de él.
Mi abuelo, de todo, me enseñó un poco. Aprendí de sus palabras lo que no encontré en mis libros de estudiante: detalles aparentemente insignificantes de la Historia que me atrajeron cada vez más a las esencias de las cosas y me hicieron pensar que, de todas las virtudes humanas, la dignidad es una de las más valiosas.
No estuvo en la Sierra, pero participó en pequeñas acciones de la clandestinidad, allá, en La Habana. Sin embargo, ni las cédulas guardadas; ni su revólver de cabo blanco, hermosísimo; ni siquiera la lápida que le puso a su amigo negro, el Sastre, donde se atrevió a escribir la palabra “comunista”; han construido la imagen de rebeldía que conservo de él.
Mi abuelo, de todo, me enseñó un poco. Aprendí de sus palabras lo que no encontré en mis libros de estudiante: detalles aparentemente insignificantes de la Historia que me atrajeron cada vez más a las esencias de las cosas y me hicieron pensar que, de todas las virtudes humanas, la dignidad es una de las más valiosas.
Me dijo mucho antes de que falleciera, en el 2002: “¡Nunca te dejes aplastar por nadie!”. Y no lo olvido. Me contó que entre su edificio y el del costado, había un espacio que solo debía haberse destinado al paso de la gente y que, en contra de lo correcto, atravesaban tractores que estaban destruyendo las plantas y dañaban, incluso, las esquinas de los apartamentos de los bajos, como el suyo. Me lo decía todo el tiempo contrariado, como si acabara de suceder. Pero su parte favorita del cuento era el final, la mía también.
Me decía que fue “a todas las instancias” de la municipalidad y que ninguna le hizo el caso que esperaba. Vecinos que estaban en la misma situación no le prestaron asunto a sus palabras ni a sus quejas, muy bien fundamentadas, y los responsables de aquel insulto se reían en su cara, pasando un día tras de otro, por el mismo lugar, en las mismas circunstancias. Siempre alzaba un poco la voz cuando llegaba esta parte: “Miriela, ¡me levanté un día hasta la coronilla y cogí un pedazo de poste de concreto que tenía en algún lado y lo clavé en el medio del camino!”. No se detuvo ni un instante. No miró hacia ningún lado. No le importó la reacción de la gente callada a deshora. Una vez concluida su propia encomienda, alzó la vista para buscar los ojos de los otros, esperando un reproche para ripostar, erguido.
Nadie levantó la cabeza para buscar los ojos suyos. No había nadie en los alrededores que se atreviera a protestar. De hecho, no había nadie para nada a su lado: no para ayudarle, tampoco para entorpecerle.
Cuando se recostaba al espaldar del butacón enorme, lo recuerdo bien, respiraba profundo, como si hubiera acabado de entrar a la casa, después de la “siembra de cemento”. Y me decía: “¿Viste?, ¡allí está el poste todavía!”.
En ese instante, comprendí 1 000 palabras que no tuvo necesidad de decir y el montón de razones que hay para ir al final de la verdad y la justicia, cueste lo que cueste. Eso se llama dignidad, sentenció mi abuelo muchas veces. Y no lo olvido.
El cuento suyo y el poste anclado eternamente al medio del camino, vino de nuevo a mi mente por estos días, cuando escuché el discurso amenazante y terco del presidente de Estados Unidos. No voy a pronunciar el nombre, no vaya a ser que mi abuelo deje su descanso terrenal, en contra de todo pronóstico, y quiera venir a resolver las cosas.
A estas alturas, es mejor recordar todo lo que nos convirtió, no por azar, en los seres humanos más especiales del Universo insondable, a nosotros, los cubanos.
Y ya que Cuba es Cuba y su gente mejor lleva en sí la fuerza de Maceo y el alma de Martí –por eso la llegada de aquel iluminado que se llama Fidel– ¡sigamos trabajando, sigamos pensando en cómo andar sin caer los caminos difíciles, en la sequía, en los paneles solares sobre el techo lejano; en el futuro de los niños, en la sonrisa de los jóvenes, diversos y capaces hasta de lo imposible!
Hace ya tiempo, ha sido hendido el fondo profundo del océano con un mástil de ideas, de valor, de dignidad que se llama CUBA. Lo digo en mayúsculas, como lo habría gritado frente al televisor el viejo Márquez, mi abuelo.
El mundo lo sabe: los bárbaros sentimientos no podrán rozar siquiera la verdad izada sobre el agua, la razón poderosa, el derecho de existir en el tiempo.
A veces, no hay nadie en derredor, cuando se carga el peso de la gloria. A veces, no ha habido nadie para ayudar a empujar la vida hacia la colina empinada. ¡Mas, nada te ha vencido! No le hagas caso al guion manipulado… Solo mira y date cuenta: aquí está Cuba, ¡todavía!
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