viernes, 20 de mayo de 2016

El debate político en Cuba

Jesús Arboleya

 
LA HABANA. Contrario a la percepción de muchos en el exterior, el debate político es una constante en el quehacer cotidiano de los cubanos, está presente en todo el tejido social y se expresa a partir de una pluralidad de opiniones que dista bastante de la supuesta unanimidad que tienden a reflejar los principales medios de prensa, cuyo déficit en este sentido es motivo de insatisfacción general y ha sido criticado por las propias autoridades del país.

Como suele ocurrir en todas partes, de este debate forman parte los opositores al régimen. Estas personas pueden encontrarse en cualquier estamento de la sociedad y resulta bastante común escucharlos expresar sus opiniones en circuitos formales e informales de discusión. No obstante, los más vociferantes de esta tendencia son los que están organizados en los llamados “grupos disidentes”, manipulados hasta el delirio por la prensa internacional, aunque con escasa credibilidad y repercusión en Cuba, debido al primitivismo de sus propuestas y su vínculo orgánico con el gobierno de Estados Unidos.
 
Lo más interesante, desde mi punto de vista, es lo que está ocurriendo hacia lo interno del sistema y tiene lugar tanto en las organizaciones políticas –incluyendo el propio Partido Comunista–, como en las instituciones académicas y culturales, en los medios de prensa alternativos y en el seno de toda la sociedad, donde coexisten o confrontan las diferencias, en un clima de libertad que pudiera resultar sorprendente para algunos observadores extranjeros, pero que los cubanos asumen de manera bastante natural.

En este entorno, los temas que se discuten son muy diversos. En primer lugar, la situación económica y la gestión gubernamental para enfrentarla, pero también, entre otros, el funcionamiento de los órganos políticos y gubernamentales, los problemas que atañen al comportamiento social, el estado de los servicios públicos, la política cultural y las relaciones internacionales, un asunto donde los cubanos muestran un excepcional interés y preparación, si se compara con otras partes del mundo.

Es difícil establecer las matrices de opinión que fundamentan las diversas posiciones, porque en la mayor parte de los casos no responden a un cuerpo teórico completamente elaborado, sino que reflejan criterios ante problemas concretos o visiones estratégicas que a veces se mezclan, hasta hacer indistinguibles las contradicciones reales entre unos y otros.

Lo más que podemos hacer para caracterizar las diversas tendencias es decir que se encuentran en lo que no se quiere para Cuba. En ellas podemos encontrar coincidencias en la defensa de la soberanía del país, responden a profundos sentimientos de orgullo nacional y no están dispuestas a renunciar a los logros alcanzados en materia de educación, salud pública, protección de los individuos y una justa equidad social.

En definitiva, con más o menos claridad doctrinaria, son defensores del socialismo como sistema social, aunque difieran en la manera en que ese socialismo debe materializarse. En ello radica la riqueza del debate, toda vez que, como dijo Fidel en una ocasión, a estas alturas nadie sabe a ciencia cierta cómo se construye el socialismo.

Aquí se manifiestan dos visiones que marcan la intensidad del debate, aunque tampoco se expresan de forma químicamente pura. Digamos que están los más tradicionalistas, aquellos que conciben el socialismo a partir de presupuestos que consideran indispensables para su definición, y otros que precisamente proponen revisar estos presupuestos.

Como ocurre generalmente en estos casos, en los extremos de estos polos están los intransigentes, unos que pecan de dogmáticos y descalifican cualquier posición que no se ajuste a sus criterios, y otros que se muestran tan liberales, que el socialismo pierde sus esencias, para convertirse en una entelequia. Pero los extremos son siempre minoritarios, aunque no por ello son descartables y, en definitiva, también tienen derecho a expresarse, a pesar de que en ocasiones vician el debate y limitan la posibilidad del consenso.

Lo que prima de manera general son posiciones bastante elaboradas e inteligentes, así como el interés por debatirlas, reflejo de la cultura política alcanzada por el pueblo cubano, en medio de procesos a veces traumáticos, determinantes para la vida del país.

Para bien o para mal, en los primeros treinta años de Revolución primó en la conciencia política cubana la certidumbre sobre los presupuestos del socialismo y los métodos a emplear para desarrollarlo. Fueron los años donde ningún revolucionario dudaba del fin a corto plazo del imperialismo y la irreversibilidad del socialismo a escala mundial. Después vino la debacle del campo socialista y se acabaron las certidumbres, aunque en el caso cubano se mantuvo la voluntad mayoritaria de continuar con el proyecto a toda costa.

Tal posición no solo respondía a utopías, sino a las virtudes de un sistema que demostró en la práctica su capacidad de resistencia y ello propició el cierre de filas alrededor de las posiciones más radicales, a pesar de verse minadas por la emergencia de contradicciones hasta entonces desconocidas para la sociedad socialista cubana y efectos nocivos para la propia sustentabilidad del modelo económico, en medio de las condiciones que le imponía la falta de opciones frente al mercado internacional capitalista.

Se impuso entonces la reforma del modelo económico, lo que unido al restablecimiento de relaciones con Estados Unidos, ha incorporado una nueva dinámica a la realidad cubana, cuya complejidad responde a factores objetivos que imponen la necesidad de la construcción de nuevos consensos.

Ello no constituye una tarea fácil, dado que por un lado resulta complicado cambiar la mentalidad de generaciones de cubanos que se formaron en una visión del socialismo que ahora parece amenazada y, por otro, las nuevas aproximaciones adolecen de la madurez y claridad requeridas para movilizar a la mayoría de la población en función de sus propuestas.

A ello se suma las distorsiones que genera la nueva coyuntura, donde se torna más complicado conciliar las aspiraciones individuales con las exigencias del bien común y crece la desconfianza respecto a la factibilidad de las metas para alcanzarlo, lo que ha generado fenómenos como el crecimiento de la emigración, el incremento del individualismo y la apatía política, con seguridad la más peligrosa de todas las tendencias.

Lo único que resulta claro es que estos conflictos solo tienen solución mediante el debate mismo. Se impone, por tanto, la voluntad consciente de propiciarlo y ello requiere de una política encaminada a aprovechar la inteligencia colectiva, en función del perfeccionamiento de la democracia socialista.

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