miércoles, 25 de febrero de 2015

Alfonso Urquiola ¡Qué clase de niño!

Por: Juan A. Martínez de Osaba y Goenaga

“Mientras el hombre llore, el eco de cientos de miles de años de tambores mágicos, repicará en su sangre”. Natalia Bolívar

El número que utilizan los jugadores a veces se asocia a la superstición. Una vez adoptado, es difícil deshacerse de él.

“Muchos preguntan por qué el 8. Viene desde que mi mamá me dijo que siempre lo usara. Octavio, mi hermano más chiquito, nació casi muerto y se salvó de milagro. En la religión de nosotros el 8 es “muerto chiquito”. Se lo debo a mi madre, ella me dijo que nunca dejara ese número. Y me ha dado buen resultado”. [1]

Un fenómeno que incidió en el desarrollo de la familia Urquiola, tiene que ver con su origen económico y la discriminación racial heredada de una sociedad esclavista que había conservado sus modelos de actuación, a pesar de la abolición oficial de la esclavitud en 1886.


Alfonso toca tumbadores y bongoes, derivados de la herencia de Octavio, quien también jugó pelota, pero la música fue su fuerte. En el séptimo hijo sucedió a la inversa, le encanta la música, pero la pelota ha sido su vida.

Un niño educado en actividades míticas, legendarias o supersticiosas, difícilmente podrá separarse de ellas. Es el caso de Alfonso Urquiola Crespo. Y como él mismo lo confiesa, no tiene de qué arrepentirse.

El niño creció en el culto a las divinidades afrocubanas y otras como la Caridad del Cobre, Oyá las Mercedes, Oggún Guerrero, Oloffi, Obbatalá y Elegguá. Se le encienden los ojos cuando menciona al orisha Elegguá, con las llaves del destino, la desgracia o la felicidad, el azar y la muerte, del monte y la sabana, hijo de Obbatalá y Yemú. Quizás en los atributos de estas deidades y sus arraigadas tradiciones campesinas, esté centrado su personal temor a la muerte.

En los andares del equipo Vegueros de la XI Serie Nacional, conocí su ancestral miedo a la parca, rayano en el terror. Jóvenes al fin, no podíamos medir las posibles consecuencias al burlarnos o esconder en su cama un cráneo de alguien con muchos años de fallecido. Este hombre, hasta el día de hoy, no ha puesto sus pies en un cementerio, asiste un rato al pésame ineludible y de ninguna manera se acerca al féretro del difunto. Para intentar quitarle tales ataduras no se ha actuado con inteligencia.

“A mí no me gusta hablar de la muerte ni ver a los muertos, no veo la caja ni entro a los cementerios. Una vez, cuando llegué a La Habana, Servio Borges y Napoleón Quevedo, el comisionado, me entraron, sin yo saberlo, en el Cementerio de Colón para que le perdiera el miedo a los muertos; en eso fueron brutos, porque esas cosas no se hacen así. Yo era un guajiro en el más estricto sentido de la palabra, lleno de supersticiones, no sabía para dónde iba. Cuando me di cuenta, me mandé a correr para la calle, y ellos detrás de mí, eso nunca se me va a olvidar”. [2]

Por eso evita el peligro, aunque ha demostrado mucho valor en sus actos. Cuando otros temblaban en los momentos cruciales del juego, él se elevaba para reclamarlos. Con medio mundo recorrido en largos espacios de tiempo, sigue temiendo a los aviones. Lo recuerdo recostado, nunca al lado de la ventanilla, para un viaje Habana-Camagüey, o a Santiago de Cuba. Compañero de asiento, le pedía perder el miedo porque en un accidente no quedaría inválido ni nada de eso, pasaría directamente al sueño eterno. Aquellos ojos me desafiaban. Con su sonrisa irónica, me empujaba para que fuera a otro lugar, clamaba por el manager y me recriminaba, para de inmediato taparse con la colcha gris oscuro, de rayas azules, que lo acompañó toda la temporada. Nunca se ha llevado bien con las aeronaves:

“No simpatizo mucho con eso, desde niño; es que allá, en Orozco, hay muchas creencias y esas cosas, y uno aprende a temerle a la muerte y al destino, eso es así. Fíjate que los aviones, hoy después que le he dado la vuelta al mundo, me siguen aterrorizando, les tengo pánico. Yo, que no soy gran bebedor, tengo que tomarme media botella de ron para subirme a uno, es algo que no está en mí. Es que padezco de vértigo, por eso los respeto tanto, no puedo mirar por las ventanillas”. [3]

Cuando comenzó a relacionarse con maestros y profesores, unió sus creencias a los conocimientos del mundo y supo de los hombres divididos en dos bandos, como sentenciara Martí, los que aman y fundan y los que odian y destruyen. Su inteligencia natural le permitió discernir y buscar el buen camino, entre prédicas religiosas, marxistas y, sobre todo, humanas.

“Era y es un pueblo de religión, de santerismo, yo no soy santo, pero en mi casa  de Orozco se dan bembés y todas esas cosas, como en la casa de todos los peloteros de allá, que nadie te haga cuentos. La gente cree en esas cosas y figúrate, yo nací y me crié en eso. Yo soy religioso, no fanático, creo en lo que uno es capaz de hacer, puedo creer en Santa Bárbara y en Elegguá, pero tengo que esforzarme, si no es así no me van a dar nada, a ellos hay que ayudarlos con mucho esfuerzo de tu parte”. [4]

Nuestro primer encuentro no fue casual. Jugábamos las postrimerías de la XI Serie contra los Mineros de Roberto Ledo, en el Guillermón Moncada y decidimos hacerle una broma. La gestó el pitcher Gustavo González. Nosotros lo seguimos sin vacilaciones: Mi hermano Panchy, Manolo Cortina y yo, los mineros de Matahambre.

Cerca del estadio está la Escuela de Medicina de la Universidad de Oriente. Ni cortos ni perezosos nos fuimos allí, Gustavo reclamó al profesor de Anatomía. Nos recibió un señor entrado en años, le expusimos la necesidad de un cadáver. Según Gustavo, él era masajista de Vegueros y lo necesitaba para explicarles a los peloteros los lugares más peligrosos al ser golpeados por lanzamientos, y cómo evitarlos. Pedimos, al menos, un cráneo. El hombre titubeó. — ¿Nos botará de aquí?—, rezongó el peleón de Manolo. Por suerte, el profesor tenía buen sentido del humor. Nos entregó el cráneo de vaya usted a saber qué antiguo mortal, acompañado de una picaresca sonrisa, y nos pidió que lo ocultáramos y nos fuéramos de allí.

Horario de descanso, casi todos paseaban por la ciudad. Con fósforos le dimos un brillo singular que metía miedo. Poco antes de comenzar el juego, con cuidado lo pusimos debajo de la almohada de la cama de Alfonso, cubierta con el imprescindible mosquitero, y nos fuimos para el terreno a enfrentar a Roberto El Jabao Valdés. El juego transcurrió en tiempo promedio, con marcador de tres por una a favor de ellos. Nos retiramos tristes, como casi siempre. Nadie hizo tanto como Alfonso por ganar el partido, paró las gradas varias veces. Casi al lado del pitcher atrapó una bola lanzándose hacia delante y sacó el out en primera.

Había poco espacio entre las literas, a su lado dormía Alfredo Martínez [5]. No todos nos íbamos a las duchas después del juego, los suplentes lo hacíamos antes.  Alfonso salió del baño hacia su cama, con la toalla alrededor de la cintura y cuando levantó el mosquitero vio aquella cosa fosforescente. Un grito aterrador asustó a todos. Empujó a Martínez, que trataba de acostarse y salió corriendo desesperadamente. Se fue a lo alto del graderío, debajo de la cabina de transmisión. No hubo forma de regresarlo.

No calculamos las consecuencias, buscamos diversión y la encontramos, pero a un precio demasiado caro, pues la estrella del equipo pudo opacarse por un trauma. No volveríamos a hacerlo, es una disculpa que debo al amigo, quien bate en mano, sin permitir acercarse a nadie, estuvo debajo de la cabina casi toda la noche. Nos declaramos culpables y tratamos de convencerlo; todo fue inútil. Trabajo costó sacarle una sonrisa, cuando no sabíamos qué hacer. Recibimos un serio responso del Gallego Salgado, quien debió divertirse en medio del acontecimiento que también sirvió para descargar la larga e incómoda mala racha.

Aquel jovencito, que llegó a la pelota cubana con aires huracanados, seguía con herencia cimarrona.

El deporte lleva implícita la lucha por las marcas, por la victoria, pero no a toda costa, pues puede atentar contra los principios éticos y humanistas, debe tener en su base la competición sana en busca del resultado, es lo que se conoce como agonística. En los reglamentos de los Juegos Olímpicos Antiguos los griegos legaron una fuente de sabiduría al proscribir las trampas y la muerte —degradaciones usuales por aquella época. El verdadero placer debe estar en la victoria honesta.

No hay una norma exacta para la preparación. Grandes instrumentistas musicales necesitan menos ensayo, otros se desgastan y no logran alcanzarlos. Benny Moré no leyó el pentagrama, pero logró una agrupación cumbre con una voz única y afinada. Un talento de la música que, como Luis Giraldo Casanova, necesitó menos esfuerzo para alcanzar la cima. Ellos fueron geniales, pero los genios, genios son. Los músicos, para ser buenos tienen que ensayar y estudiar mucho. El deportista, en cualquier disciplina, debe hacer lo mismo.

Es en este selecto grupo donde se inserta Alfonso Urquiola. Habría que buscar alguien con más entusiasmo por las prácticas y una alta propensión a las lesiones. Sudaba copiosamente, soplaba y resoplaba ante cada ejercicio, son conocidas sus repeticiones de la misma acción, hasta llegar a interiorizarla, para después continuar perfeccionándola.

Supo unir al talento innato, especialmente para la pelota, el espíritu de preparación, sin medir tiempo ni espacio, con la vista en la victoria. No se amilanó ante los escollos, ni se refugió en sus cualidades para separarse de la monotonía del entrenamiento.

“Alfonso cogía sesenta pelotas y se ponía a una distancia de cinco metros de la pared, hacía un círculo y sin mirar comenzaba a tirar bolas, y puedo asegurar que el ochenta por ciento de las pelotas las metía en el círculo”. [6]

Desde las seis y media de la mañana ensayaba la actuación nocturna, como un artista. Los entrenadores le huían a la hora de coger rollings, un ceremonial que podía durar horas. A veces terminaban con ampollas en las manos. Una voluntad de acero para la actividad.

Así alcanzó veinte temporadas y más de una década como camarero regular del equipo Cuba, en época de grandes defensores de esa posición. Los estadios del país y del exterior conocieron esa dedicación con fe en la victoria; logró lo que se propuso.

Pero no bastaba con la ejemplaridad, así exigía a los compañeros. Los torpederos a su diestra se sometían al martirio. Una vez que interiorizó su capacidad, se entregó al béisbol, por eso exigía complementación de sus parejas alrededor de la segunda almohadilla. De ello conocieron Roilán Hernández, Félix Iglesias y Giraldo González.

“Como pelotero, además de sus grandes facultades físicas, se destacaba por la inteligencia, una férrea voluntad y el espíritu creativo, lo que unido a una sin par exigencia consigo mismo, además de con el resto de sus compañeros, lo hicieron convertirse en un líder que aglutinaba a todos dentro y fuera del campo de juego, por su comportamiento, su carácter noble, afable y cooperativo”. [7]

Alfonso, para exigir, predicaba con el ejemplo. En sus primeras temporadas no fue un modelo de disciplina: caía en depresiones, solo se motivaba con los juegos difíciles, donde había que entregarse al máximo, dejaba de jugar por pequeñas molestias y era capaz de abandonar el equipo o las preselecciones por situaciones sencillas que él hacía difíciles y se marchaba para Orozco. Entonces, con frecuencia, los directivos pinareños y la mismísima Comisión Nacional lo localizaban y lograban devolverlo al estadio, en acciones de suma comprensión.

A medida que maduró, elevó la disciplina hasta ser capaz de autocensurarse, echar a un lado los ratos de placer y dedicarse por entero a la actividad. Por eso, junto a las facultades naturales y el entrenamiento, se destacó entre los demás, quienes lo asumieron como líder.

Un jugador con sus características no es ignorado por ningún manager. Quien primero lo dirigió fue Lacho Rivero, en 1970-1971, pero una temprana lesión lo separó del equipo. En la XI Serie Nacional (1971-1972), estuvo a las órdenes de Ismael, el Gallego Salgado, un exreceptor artemiseño de la pelota amateur anterior a la Revolución. Este supo aquilatar sus dotes, y lo asumió como niño prodigio.

A partir de la XII Serie su manager fue Francisco Martínez de Osaba, aún sin experiencia. Allí cometería indisciplinas que le sirvieron para erguirse sobre ellas, y continuar. José Miguel Pineda, desde 1976, le ofreció el reconocimiento y la confianza necesaria. Ya Alfonso arrastraba a los demás jugadores, con su maestría, exigencia y, sobre todo, una creatividad pocas veces vista. Logró el dominio del juego sobre la base de sacrificios y el talento natural que lo desbordaba. Jorge Fuentes, quien desde sus comienzos había trabajado con él, fue el manager que más lo tuvo a sus órdenes, aunque nunca en eventos internacionales.

En el equipo Cuba compartió con Antonio Muñoz, Pedro José Rodríguez, Agustín Marquetti, Pedro Jova, Víctor Mesa, Lourdes Gourriel, Braudilio Vinent, toda una constelación.

El verdadero despegue pinareño en el béisbol comenzó a fines de la década del sesenta y comienzos del setenta, cuando se incorporaron los jóvenes graduados de la ESEF “Comandante Manuel Fajardo”. Aquellos entrenadores tenían el quehacer en el terreno, la sabiduría que da el bregar sobre la grama, aunque sin conocimientos científicos. Estos muchachos traían lo último de la ciencia, y entre todos supieron subordinar los celos y las incomprensiones. Juan Charles Díaz, Jorge Fuentes, Francisco Martínez de Osaba y poco después Jorge Hernández y José Manuel Cortina, se encargarían de tomar las riendas, apoyados por los de mil batallas.

Quizás ahí radique la esencia de cómo se avanzó tan rápido, al extremo de salir de un sótano con doce desafíos ganados en 1967, hasta conquistar el primer campeonato el 22 de febrero de 1978, solo once años después. En ese bregar, no sin tropiezos, pues faltaba hasta un  buen estadio, tras una búsqueda exhaustiva por todos los rincones de la provincia, aparecieron jugadores de mayor valía. Fidel Linares abrió el camino, pero ya era un jugador en declive cuando comenzaron nuestros clásicos. Poco después, el lanzador Emilio Salgado se convertiría en el primer campeón mundial, en Colombia 1970, y también representó a Cuba en otros eventos internacionales.

Pero es Urquiola, junto al lanzador Julio Romero, quienes tienen el mérito de comenzar a elevar a los más altos planos el béisbol vueltabajero, los primeros que permanecieron más de una década como titulares de la Selección Nacional. Muy pronto Alfonso supo poner sus cualidades en práctica, con escasas dos décadas de vida. Después vendrían Roilán Hernández, Giraldo González, Fernando Hernández, Lázaro Madera, José Cano, Luis Crespo, Rogelio García González, Girardo Iglesias, Hirám Fuentes y muchos otros hasta llegar a Luis Giraldo Casanova y Omar Linares. Con esos destellos llegó…

Junto a Bárbaro, su padre.
Junto a Bárbaro, su padre.
Leyenda

[1] Alfonso Urquiola: Entrevista con el autor, el 26 de junio de 2012.

[2] Entrevista de Alfonso Urquiola con el autor, el 25 de enero de 2012.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5]Martínez3 Veces: Entrenador artemiseño, ya desaparecido.

[6] Jesús Guerra: Declaraciones para el documental El relámpago de Bahía Honda, de José González Vera, 2012.

[7] Orlando Joaquín Haces Germán (Quini): Entrevista con el autor, 19 de marzo de 2012.

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