martes, 20 de enero de 2015

De políticas culturales

Por: Graziella Pogolotti
I
Indagar acerca de la prehistoria de las políticas culturales sería empresa difícil. Implicaría extrapolar un concepto relativamente reciente al análisis de sociedades estructuradas de manera muy distinta a la perfilada por los tiempos de la modernidad. Mucho tardaron en surgir instituciones oficiales diseñadas para la convergencia de las nociones de política y cultura. La acción de los mecenas, de los grupos filantrópicos, de las sociedades económicas de amigos del país, las tertulias y los salones fueron intentos parciales por llenar un vacío cada vez más palpable. En este como en otros aspectos, la Revolución Francesa marcó un cambio decisivo.
En efecto, el proceso desencadenado por la Toma de la Bastilla derribó los últimos vestigios de los privilegiados feudales, redistribuyó la propiedad de la tierra y proyectó al mundo la legítima aspiración al principio de igualdad entre los hombres. El concepto de patria desplazó el sentido internacional de terruño para asociarse a la idea de la nación. Los Estados Generales, fueron sustituidos por la Asamblea Nacional.
Las obras de arte confiscadas a la monarquía y a la aristocracia emigrada se convirtieron en bienes públicos patrimoniales. Simbólicamente, el Louvre, asiento de los reyes, adquirió la función de museo. Poco a poco la nueva configuración de la sociedad impuso la exigencia de definir políticas educacionales a escala nacional. El estado asumió el diseño de un sistema estructurado desde la escuela primaria hasta la universidad que incluía la formulación de programas de estudio para todos los niveles y la formación de los docentes.

El concepto de cultura maduró con mayor lentitud. En una primera etapa, las políticas se circunscribieron a la protección de los valores patrimoniales. El arte y la literatura pasaron de la dependencia del mecenazgo a la sujeción a un mercado expansivo y proteico, beneficiario de los avances tecnológicos y de las capas medias al libro y a los espectáculos. Los bienes artísticos adquirían valor de cambio y se convertían en mercancías. Tal era la corriente dominante. Pero, la complejidad de la vida conduce al replanteamiento de los problemas.
Valdría la pena emprender un estudio interdisciplinario para descifrar los factores que contribuyeron a modificar el concepto de cultura en sus vínculos con la sociedad. En estos apuntes dispersos, aspiro tan solo a mostrar algunas señales. Debemos al romanticismo la reivindicación de la memoria popular expresa en términos de folklore. La ruptura radical de los lenguajes artísticos por parte de la vanguardia fue un intento infructuoso por librarse de la dictadura del mercado. El protagonismo del diseño industrial acercó valores estéticos a la vida cotidiana. El desarrollo de la antropología introdujo un cambio fundamental de perspectiva, mientras las transformaciones sociales del siglo XX profundizan e intensifican las luchas anticoloniales. Hoy día resulta más claro que nunca el alcance de la manipulación de valores culturales como instrumentos eficaces para la imposición de hegemonías.
Cercana a nosotros y muy influyente en los medios intelectuales y políticos de esta parte del mundo, la revolución mexicana ofreció un temprano ejemplo de elaboración de políticas culturales. La deposición del porfiriato desencadenó fuerzas sociales latentes en lo más profundo de la nación. Pancho Villa y Emiliano Zapata encabezaron las demandas de una revolución agraria. Convocaron, con el apoyo de algunos intelectuales, a los indios y mestizos marginados. Aunque a la postre la mexicana desembocara en una revolución burguesa, la obra emprendida por José Vasconcelos se mantiene como un referente histórico a tener en cuenta. Los muralistas impulsaron el enriquecimiento de un imaginario animado por los rostros que emergían desde abajo. La difusión de la lectura dispuso de bibliotecas y de la publicación masiva de libros a bajo precio. En un empeño democratizador, cultura y educación andaban de la mano.
En su etapa inicial, la revolución de octubre concedió a la lectura atención particular. El estallido coincidió con un momento de intensa creatividad en el arte y el pensamiento rusos. A la jerarquía conquistada por la literatura desde el siglo XIX, se añadía un despertar de las artes plásticas que la colocaba en la vanguardia de la avanzada europea, la visión renovadora de la arquitectura, un desarrollo de la lingüística con repercusiones incalculables y la aparición de figuras que transformarían los estudios literarios. Algo similar estaba surgiendo en el campo del teatro y el cine.
Muy pronto, las contradicciones ideológicas oscurecerían las relaciones entre política y cultura. Fue, al principio, un debate abierto. Algunas voces adoptaron posiciones extremas al modo proletkult y de la negación de toda herencia literaria carente de perspectiva marxista. Lenin tuvo que intervenir con su conocido textoTolstoy, espejo de la revolución rusa. El afianzamiento del stalinismo convirtió en doctrina del Partido y del Estado una postura estética bautizada “realismo socialista” que impuso un modo de escribir, de pintar y de componer música, estableció una censura estricta basada en lecturas ideológicas primarias y sometió a juicios políticos a escritores y artistas llevados a la muerte y al confinamiento en campos de concentración.
Un trágico malentendido quebrantó los cimientos de una verdadera política cultural socialista. El punto de partida se encontraba en concepciones periclitadas de la creación artístico-literaria, considerada reflejo directo de una realidad entendida en términos metafísicos. Se confundió arte con propaganda. Se reclamó un didactismo elemental, directo y aleccionador, formulado desde un deber ser en evidente contradicción con el propósito realista.
Restringir el término de cultura a la idea decimonónica asociada a las bellas artes y a las bellas letras ocultaba las complejas ramificaciones de los nexos con la sociedad. Las consecuencias repercutieron a largo plazo y constituyen un factor a considerar en el derrumbe del sistema. El desdén por los estudios antropológicos, la delimitación de la cultura popular a un folclor detenido en el tiempo, la escasa atención al desarrollo de los media y el debilitamiento del instrumental analítico de la dialéctica en la percepción de los fenómenos históricos, cerraron el horizonte a las expectativas de vida de inspiración socialista. De esa manera, las políticas culturales se circunscribieron a la aplicación de una lectura política, al margen de la verdadera naturaleza de la producción artística.
La contradicción fundamental del mundo contemporáneo se define entre un poder financiero transnacionalizado sostenido por un pensamiento neoliberal que permea todas las esferas de la vida y la defensa de proyectos sociales orientados al pleno desarrollo del ser humano. En el primer caso, se anula e instrumentaliza la persona. En el otro, se impulsa la desalienación del individuo, el respeto a la naturaleza y a la diversidad de las culturas. Son dos concepciones del mundo y de la vida irremediablemente antagónicas. En esta lucha, la subjetividad desempeña un papel decisivo. Es el contexto que constituye el referente básico para el diseño de las políticas culturales. Seguiré abordando el tema en próximos trabajos.
II
Los cambios producidos en la economía y en la sociedad moderna, la necesidad de apuntalar los estados nacionales en lo concerniente a principios de soberanía y la aparición de conceptos de desarrollo humano, impulsaron la paulatina formulación de políticas culturales. Esta necesidad se hizo más palpable en los años que sucedieron a la última posguerra. La creación de la UNESCO, con el propósito de entrelazar educación, ciencia y cultura fue una clara señal de los nuevos tiempos. Un organismo internacional institucionalizaba el compromiso y la responsabilidad de los gobiernos en asuntos estratégicos de largo alcance. Se ratificaba así la voluntad política enunciada en distintos países con el establecimiento de dependencias oficiales de variada jerarquía destinadas a la puesta en práctica de acciones que contribuyeron a la difusión de la cultura. En América Latina, el modelo diseñado por la Revolución mexicana despertó aspiraciones y expectativas en la comunidad intelectual. En la Europa de posguerra, el general Charles de Gaulle colocaba al reconocidísimo escritor André Malraux al frente del Ministerio de Cultura.
José María Chacón y Calvo, un prestigioso investigador literario, se encargó en Cuba de la dirección de cultura del Ministerio de Educación, allá por los treinta del pasado siglo. Disponía apenas de un magro presupuesto que invirtió en la publicación de libros modestos. Inició con ello el rescate de autores cubanos del siglo XIX conservados en archivos y bibliotecas a los cuales accedían tan solo unos pocos especialistas. Un prólogo didáctico, los destinaba a un círculo mayor de lectores, formado por intelectuales y profesores de segunda enseñanza. Para los artistas plásticos, estableció un premio que contribuyó a legitimar a los de la primera vanguardia.
Se debe a Raúl Roa el proyecto de mayor envergadura ejecutado durante la República Neocolonial. Entre sus líneas directrices se contaban la democratización de la cultura, la apertura a las nuevas generaciones y la articulación de tradición y modernidad. Las ferias del libro en el Parque Central de la Habana despertaban el interés de hombres y mujeres procedentes de los sectores más humildes de la ciudad. La instalación de una muy polémica caseta dio espacio a exposiciones y a pequeños espectáculos teatrales. Integradas por jóvenes, las misiones culturales recorrieron el país. Rescató las obras de Pablo de la Torriente Brau y de José Z. Tallet. Inició una serie de libros dedicada a la obra de los pintores cubanos. El cuaderno de Fernando Ortiz sobre Wifredo Lam y el de José Lezama Lima sobre Arístides Fernández siguen siendo hoy referencia obligada. El paso de Roa por la dirección de cultura fue efímero, como consecuencia del panorama político de la época. Sin embargo, estableció pautas que apuntaban hacia el futuro.
Ante la insuficiencia y asistematicidad de las políticas gubernamentales, algunas instituciones intentaron proveer débiles paliativos. La Universidad de la Habana lo hizo desde su departamento de extensión universitaria, que dejó huellas en la publicación de clásicos del pensamiento cubano del siglo XIX y en el auspicio del Teatro Universitario. La tardía aparición de las universidades de Oriente y de Las Villas favoreció proyectos extensionistas con rasgos específicos. De las asociaciones que integraban una precaria sociedad civil dimanaron empeños por llenar el vacío existente. Pro-Arte Musical auspició para sus miembros conciertos de música clásica y propició el nacimiento de una escuela de ballet en Cuba.
Correspondió a una institución femenina, el Lyceum y el Lawn Tennis Club, emprender la labor de mayor peso en el auspicio de la cultura cubana. Abierta a los más prominentes intelectuales cubanos y a los de otros países que visitaban la isla, ofreció ciclos de conferencias memorables. Por su sala de exposiciones desfiló lo mejor de la vanguardia. Los renovadores de la música encontraron un ámbito acogedor. Su biblioteca circulante se enriquecía de las obras literarias más recientes. Sostenida por su membresía, sus acciones se volcaron hacia el bien público. En cierto sentido, tomó el relevo de la Hispano-cubana de Cultura. Animado por un compromiso político más definido, Nuestro Tiempo agrupó a jóvenes escritores y artistas. Sus distintas secciones —literatura, artes plásticas, música, teatro y cine— esbozaron programas que habrían de desarrollarse con mayor amplitud después del Triunfo de la Revolución. Era evidente, sin embargo, que estas iniciativas generosas proporcionaban escaso oxígeno a círculos limitados de la capital y de algunas ciudades de las provincias. El problema en su conjunto tenía que asumirse por una política gubernamental coherente, capaz de ofrecer respuesta a las necesidades de infraestructura técnica, al desamparo de las grandes mayorías y al abandono en que sobrevivían, bordeando la miseria, los artistas.
III
Con el triunfo de la Revolución Cubana, los artistas y escritores manifestaron su apoyo irrestricto. La prensa y las revistas culturales de la época reflejan la aspiración generalizada de obtener el necesario apoyo gubernamental para el establecimiento de instituciones destinadas a auspiciar las distintas expresiones del arte y la literatura, lo que garantizaría también la paulatina profesionalización del sector, condenado hasta entonces a desempeñarse en menesteres ajenos a su vocación.
Innecesario parece reiterar aquí el relato de la considerable lista de instituciones fundadas a partir del ’59, comenzando por el ICAIC, impensable hasta entonces. Pocos perciben que las nuevas estructuras organizativas y de producción dieron lugar a la aparición de oficios, técnicas y especialidades existentes antes en alguna medida de manera larvaria. Este tejido de nuevos actores intervino en los procesos creativos y en tanto mediadores en la difusión de la cultura. La práctica impuso una realidad, previa a la formulación explícita de lineamientos de política cultural. Factores de distinta naturaleza, entre los cuales la censura aplicada al documental PM fue tan solo un detonante, condicionaron el diálogo de Fidel con los escritores y artistas clausurado con sus Palabras a los intelectuales.
Transcurrido más de medio siglo desde aquel acontecimiento memorable, vale la pena intentar una relectura de sus contextos. La coyuntura y el texto han sido reducidos por intérpretes del amplio y contradictorio espectro político al posicionamiento en torno a la libertad de creación. En el contexto de la época, los participantes estábamos movidos por preocupaciones de esa índole. Pero, cuidado con los conceptos abstractos. Todos convergíamos en el propósito de defender la Revolución, fresca todavía la invasión de Playa Girón que, en más de un sentido, definió los campos. La defensa del país contribuyó a unir dos tradiciones de pensamiento. La aspiración socialista y la antigua matriz nacionalista. Muchos, los conocía personalmente, reclamaron en ese momento su derecho a vestir el uniforme miliciano. El debate se centraba, en realidad, en el fantasma del realismo socialista.
La controversia política, al margen de un análisis conceptual responsable, ha conducido a extrapolar la esencia de la polémica sin tener en cuenta los rasgos específicos del proceso cubano y a minimizar la reflexión yacente en el sustrato de Palabras a los intelectuales. 1961 fue el año de Girón y también el de la Campaña de Alfabetización. Política educacional y política cultural derivaban de un tronco común: devolver al pueblo los derechos siempre conculcados. El lema de la campaña afirmaba, en cita de Fidel: “La Revolución no te dice cree, la Revolución te dice lee”. La perspectiva emancipadora convocaba a construir un juicio propio.
El logro sin precedentes de alfabetizar a toda la población en un año pudo realizarse echando a un lado tecnicismos para promover una amplia movilización popular. En los inicios, fueron hombres y mujeres de buena voluntad y luego millares de adolescentes que dejaron sus hogares para convivir con familias campesinas en lugares recónditos. El propósito instructivo devino una acción cultural de hondas repercusiones. Era el reconocimiento mutuo entre dos universos distantes, existentes en una misma isla.
Incluir la dimensión cultural, junto al deporte, la educación, la salud y el empleo entre los derechos ciudadanos y proyectar su democratización formaba parte de las tendencias más avanzadas del pensamiento a mediados del siglo XX, asociado también a la reactividad, a la renovación de los movimientos anticolonialistas. Por citar tan solo un ejemplo de amplia resonancia, Frantz Fanon subrayaba el aspecto subjetivo, por ende cultural, del problema. Implementar el modo de hacerlo resultaba en extremo complejo, dadas las carencias en una adecuada articulación teórica que rompiera la compartimentación existente entre las más refinadas expresiones de la creación artístico-literaria, la vertiente popular y la cultura entendida como experiencia humana. Los nexos entre cultura y sociedad, centrados en las posibles lecturas ideológicas de los textos por funcionarios que subestiman el sentir popular, enmascaraba la interacción dialéctica entre los distintos ámbitos.
Circunscribir el concepto de cultura a la creación artístico-literaria determina la orientación de las instituciones a políticas de difusión que alcanzan las mayorías en el territorio nacional. La Editorial Nacional publicó grandes tiradas a bajo costo, el ICAIC implementó el cine móvil para las zonas campesinas, se fomentaron colectivos teatrales en todas las provincias, creció el número de galerías, la música sinfónica y el movimiento coral recibieron amplio respaldo. La tradición de estudios etnológicos, heredada de la república favoreció el rescate y la legitimación del folclore. No se contaba, sin embargo, con investigaciones que abordaran la compleja realidad de la cultura popular viviente, incluidos sus rasgos específicos, con su entramado de tradición, creatividad artesanal colectiva con su sustrato lúdico y participativo. El primer atlas de la cultura popular tradicional se elaboró en los años ’80. Poco difundido por las restricciones económicas de la crisis de los ’90, su repercusión fue muy limitada. Este vacío propició errores en la conducción de estos procesos que contribuyeron a dar forma a acontecimientos de tanta significación como los carnavales.
La voluntad democratizadora tuvo resultados tangibles significativos en la difusión de altos valores culturales y en la organización de un sólido sistema de enseñanza artística que incorporó a los claustros a los maestros de la vanguardia en todas las manifestaciones y rescató jóvenes talentos procedentes, en su gran mayoría, de los estratos sociales más humildes. La proyección instructiva del programa se tradujo en el estímulo al desarrollo del movimiento de aficionados como vía fundamental de participación popular. Teniendo en cuenta coordenadas similares a las validadas por la exitosa campaña de alfabetización, se concibió una idea de alcance masivo mediante la rápida preparación de instructores con el auspicio de los sindicatos, las universidades, las organizaciones campesinas y las fuerzas armadas, algo semejante a lo implementado por los países socialistas. La práctica reveló los problemas subyacentes. Los aficionados reprodujeron los modelos establecidos por el arte profesional sin dar cauce a sus formas expresivas propias. A la larga, se impuso la rutina. En la mayor parte de las organizaciones implicadas, los festivales devinieron metas a cumplir, sujetas a la improvisación de última hora. Era una marca de la época, el costo a pagar por la escasez de estudios culturales profundos en lo teórico y en la indispensables investigaciones de campo, complementados con la debilidad de los trabajos antropológicos en sus aspectos sociales y culturales.
Sin embargo, el resultado de la implementación de una política cultural con respaldo gubernamental se tradujo en el crecimiento de los niveles educacionales, en la expansión de una inmensa vida cultural y en el surgimiento de generaciones de artistas muy calificados que modelaron el panorama creativo de la época. No es mi intención retomar aquí una historia de medio siglo. La he esbozado en otras ocasiones. Ahora, mis apuntes pretenden formular, con estos antecedentes, algunas ideas que contribuyan al debate contemporáneo sobre políticas culturales en el contexto de la globalización neoliberal.
(Publicado originalmente en tres partes en el portal Cubarte)

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