por Guillermo Rodríguez Rivera
Hay quien las califica de comedia, porque son
unas elecciones en las que domina un único partido y eso puede crear también una
unanimidad cuyo sentido mayor es salvaguardar el poder establecido. Es decir, el
sistema.
Es verdad. Pero no sólo ocurre donde existe un
único partido. Casi todo el llamado mundo “democrático” –al que no pertenecemos–
está regido por un sistema bipartidista, que se parece muchísimo al que se
estableció desde hace mucho tiempo en los Estados Unidos. Usted puede votar por
los republicanos o por los demócratas, y a veces hay diferencia, sí señor.
El presidente Barack Obama defraudó en su
primer período a un gran número de sus votantes. No hubo reforma migratoria,
los impuestos los siguen pagando las mayorías más pobres. Miles de
norteamericanos conforman las huestes de los indignados que proliferan en estos
países. Pero la decisión neoliberal de recortar gastos sociales, reducir las
plantillas del estado y aumentar el desempleo sin protección, no lo pueden
controlar los electores.
Los políticos mienten descaradamente. Mariano
Rajoy mintió a sus electores ofreciéndoles un programa de gobierno opuesto al que
está llevando a cabo cuando ha conseguido el inocente voto de los españoles.
Pero si ascienden al poder otra vez los socialistas, no lo van a hacer muy
diferente: la democracia ha sido secuestrada por la riqueza. Ese elector que no
vota pero que financia las millonarias campañas electorales, decide la
actuación del gobierno. Debajo de los dos partidos está el partido del dinero. Con todo, no es inútil el bipartidismo.
Ante el programa electoral de Mitt Romney, que
amenazaba con ser un segundo George W. Bush, los mismos electores defraudados
prefirieron darle una segunda oportunidad a Obama. Del mal, el menos. Hasta los
cubanos del condado Dade votaron demócrata para sacarse de encima al millonario
que venía a prohibirles viajar a Cuba y mandarle dinero a la familia.
Para empezar a restaurar la vieja democracia
que la riqueza se ha ido tragando, habría que prohibir las millonarias
contribuciones a las campañas electorales, que convierte a los políticos en
deudores de la minoría rica y no de la mucho más modesta mayoría que ha votado
por ellos.
En Cuba, no solo no tenemos financiamiento de
las campañas políticas, sino que no tenemos campañas políticas. Acaso porque
estaban asociadas a esa deformación que es la “politiquería”: el candidato
prometía lo que sabía que no iba a cumplir. Como Rajoy en España, estafaba el
voto de sus electores. Pero eliminar las campañas políticas para
eliminar la politiquería, es como botar el agua sucia de la palangana con niño
y todo.
A mi puede importarme la trayectoria de una
persona, su integridad personal: en Cuba, todos los que se presentan como
candidatos suelen tener una trayectoria vital irreprochable. Por eso, me
interesaría más conocer qué se propone hacer como diputado, cuáles son sus
proyectos como legislador, y eso es algo que no sé de los candidatos que voy a
elegir. Habría que buscar la manera de que esa información se comunicara a los
electores.
La presidenta de la Comisión Nacional de
Candidatura afirmaba en un reciente programa televisado de Información Pública,
que el diputado es electo por un municipio, una provincia, pero legisla para
todo el país. Pero esa globalización de la legislación puede anular la
legislación específica. El diputado debe conocer los males, las carencias, las
necesidades de su región, de su pueblo, y hacerlos presentes allí donde
legisla.
La poca o casi nula atención que el cubano
presta a sus legisladores, proviene del hecho de que no pueden resolver los
problemas que afectan y a veces agobian al ciudadano, a la población.
Cada nivel –el municipio, la provincia, la
nación– deben tener un presupuesto que debe ser global en la última instancia,
pero que debe especificarse en la provincia y el municipio. Que el diputado
legisle para la nación, sí, pero que sepa quiénes lo eligieron, cuáles son sus
problemas y con qué recursos cuenta para solucionarlos. Es absurdo que exista
un diputado por Sagua de Tánamo que no haya visitado la localidad en un año. Si
funciona ese vínculo, veremos cómo aumenta la comunicación entre el legislador
y sus electores. La descentralización que la economía pide a gritos, la
necesita a todo dar la vida política del país.
Creo, asimismo, que las elecciones no lo son
plenamente cuando la población debe elegir al mismo número de candidatos que le
proponen. Ahora es eso lo que ocurre y, en la práctica, es la Comisión de
Candidatura la que está eligiendo a los diputados. Es cierto que esa
candidatura debe ser validada por la Asamblea Nacional. Pero, para añadir un
nuevo nombre, la Asamblea tiene que invalidar uno de los propuestos, y casi
nunca hay razones de peso para ello. La que la Comisión elige es la
candidatura: si el elector no tiene dónde seleccionar, la Comisión es entonces la que decide cómo se
integra la Asamblea.
No creo en la absoluta separación de poderes como
la concibió el ilustre pensador francés Charles Louis de Montesquieu en su obra
maestra, "El espíritu de las leyes", que dio a conocer en 1748. Pero no se puede
ser juez y parte y me parece que un 50% de diputados incluidos en la
candidatura son demasiados cuando, de hecho, la mayor parte de ellos son
funcionarios del gobierno. Creo que ello disminuye la capacidad crítica de la
Asamblea Nacional para valorar la actuación del gobierno. La Asamblea Nacional
debería incluir un grupo de importantes funcionarios del ejecutivo, pero
también de personalidades de reconocido prestigio y saber que no tengan ese
compromiso con el gobierno, aunque puedan ser militantes del PCC.
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