Desde
hace unas semanas, unos vecinos están ensayando lo que seguramente será
el ambiente sonoro de sus fiestas de fin de año. Y no uso el plural por
descuido: estoy convencido de que será más de una fiesta, o sea, se
convertirá en algo que durará más de un día, con muchas horas en cada
ocasión. Porque ya se sabe que, pese a las dificultades, somos un pueblo
esencialmente alegre, extrovertido, gregario y nos encantan las
fiestas.
Incluso si no tenemos motivos para hacerlas. Pero, sobre todo, nos
gustan muchísimo si las personas que viven en nuestro entorno se enteran
de que estamos en jolgorio. Y no hay mejor método para conseguir ese
conocimiento que atronar a esas personas (a las que nunca se les
pregunta si quieren “participar” de la “actividad”) con música. Y la
música festiva en la Cuba contemporánea no puede ser otra que el
reguetón. ¡Así que vamos a divertirnos a ritmo de reguetón!
Justo alrededor del reguetón y de la diversión buscada a toda costa,
se han producido al menos dos acontecimientos significativos en las
últimas semanas. Uno terminó con sangre, cuando un grupo de jóvenes
adictos a ese género musical, al parecer descontentos con la música que
se le ofrecía por parte de unos trasnochados trovadores, exigieron de
tal modo el cambio de melodía que las cosas escaparon de control y hubo
peleas y heridos que terminaron siendo atendidos en un hospital.
El otro, según he leído, es un video que circula por el país con la
actuación de dos reguetoneros famosos, de los más seguidos y escuchados
en Cuba, que como parte de su multitudinaria actuación, suben al
escenario a una joven discapacitada y practican con ella un juego
erótico en pleno escenario, mientras repiten: “Tu sabes que estamos
locos, tú sabes que estamos mal”…, siempre según la versión que he leído
y que me atrevo a creer.
Estos dos botones de muestra de los extremos a los cuales llega el
ambiente que se puede crear alrededor del reguetón y el hecho de que en
muchos barrios de La Habana, aunque no estemos interesados en oírlo,
tenemos que oír reguetón, hablan del arraigo, persistencia y los modos
en que se puede revelar la preferencia por el referido género, dicen que
musical.
Pero no nos llamemos a error. El reguetón en sí no es el culpable de
lo que ocurre a su alrededor, pues ni siquiera se le puede culpar de que
por su capacidad musical haya calado, del modo en que lo ha hecho, en
el gusto de jóvenes -y no tan jóvenes- moradores de la Cuba de hoy.
Porque el reguetón, en sentido estricto, no es una causa, sino una
consecuencia. Y cuando se le analiza, en tanto fenómeno social, muy poco
se habla de las verdaderas razones que lo aúpan y provocan las
emanaciones, incluso violentas y lascivas, que se producen en su
cercanía.
Como cualquier manifestación artística de gran alcance en el gusto de
un colectivo, el reguetón es la expresión de una coyuntura social,
política y económica de la cual germina y a la cual, digámoslo así, le
da rostro y voz. Más o menos lo mismo que ocurrió hace veinticinco
siglos con el teatro entre los griegos, o hace cuatro en la Inglaterra
isabelina de Shakespeare y compañía, o, para no ir más lejos, hace
apenas media centuria con la beatlemanía. El gran éxito de público de
estas manifestaciones artísticas respondió a necesidades espirituales y
circunstancias sociales que encontraron en determinadas formas de
quehacer cultural una forma de encausar sus expectativas y su
entendimiento del mundo al cual sus consumidores y creadores pertenecían
y expresaban.
Como mismo los “narco-corridos” mexicanos son frutos de la realidad
del narco tráfico, el reguetón cubano es el hijo menor de la crisis
económica y social, que se convertiría en una crisis de valores, que
explota en la Cuba de la década de 1990 y por varios años redujo las
expectativas del país y de la gente a la más dramática y elemental lucha
por la supervivencia. La generación que nace y crece en esos años,
tiene una primera comprensión del mundo en ese ambiente oscuro,
caluroso, empobrecido, del que nunca hemos vuelto a salir del todo. Son
los años en que se disparan las ansias migratorias de cubanos y cubanas-
luego del período de calma que siguió a la tempestad de El Mariel,
1980-, que se concretan por las más diversas vías y que engloban a todas
las generaciones; los años en que se rompe el equilibrio entre salario y
economía doméstica; en que se quiebra la pretendida estructura
monolítica e igualitaria de una sociedad y comienza a producirse un
distanciamiento de posibilidades, con personas que, no solo por su
trabajo -o casi nunca por su trabajo- consiguen tener otras
satisfacciones para sus necesidades; en la que los discursos y la
realidad también se distancian; los años en que resurge la prostitución
como empeño económico y en los que, por cierto, algunos timberos
imprimieron sabor a sus actuaciones prometiendo recompensas en metálico…
y unos jóvenes, hijos de todos esos y otros muchos traumas, comienzan a
manifestarse de manera natural y propia. Una manera que, en lo
económico y lo social, se mueve hacia la fatuidad y lo visible -formas
de vestirse, de agredir el cuerpo con piercings, tatuajes y el consumo
de drogas, con el uso de celulares cuyo funcionamiento supera las
posibilidades reales (que no sé a estas alturas cuáles son) de casi
todos los cubanos, con la exhibición de símbolos religiosos durante años
estigmatizados y, por tanto, ocultados, etc.- y en lo espiritual y lo
cultural hacia lo agresivo, lo discordante, lo que niega algo: y en ese
territorio vino a caer, como semilla propicia, el ritmo del reguetón y
su poética -si pudiera calificarse así.
Se me podrá argumentar -y con razón- que no toda la juventud cubana
de estos tiempos se expresa y siente de esa manera. Pero no es posible
negar que muchos jóvenes sí lo hacen y que ya hoy esas actitudes son (o
deberían ser) una preocupación, más que social o artística,
definitivamente política. Porque lo que encarna y se manifiesta a través
de expresiones como el reguetón y otras cercanas a él, en su espíritu e
intenciones, no representa solo un deseo generacional de distinguirse y
encontrar su espacio en el mundo: constituye, por sus connotaciones, un
síntoma de descomposición.
Cuando se clama por soluciones drásticas, como el control de lo que
se difunde y promueve por los medios -recuerden la historia del
“Chupi-chupi”, revitalizada por los sucesos violentos de hace unas
semanas-, apenas se está tratando de atajar una consecuencia -y creo que
sin demasiado éxito. Resulta para mí evidente que la mirada debería
dirigirse más hacia las causas, que están aferradas a un estado social y
económico que no ha conseguido devolver una lógica a las relaciones
entre los individuos y a sus vías de expresión y realización.
Las que suelen llamarse “indisciplinas sociales” -entre las que casi
nunca, por cierto, se incluyen manifestaciones como ese espíritu festivo
que a algunos ciudadanos nos está agrediendo con toda su intensidad en
este fin de año- solo son brotes de una inadaptación social provocada
por la ruptura de ciertos equilibrios.
Recuperar esos equilibrios no será fácil, pues no se logrará solo con
decretos, sino que se necesitan acciones que acerquen más a la política
y a la realidad, a la economía y a la vida, porque de lo contrario la
realidad y la vida seguirán moviéndose por sus caminos, que a veces
pueden ser turbulentos, bulliciosos y discordantes… bueno, como un
reguetón reproducido a todo volumen a las dos de la madrugada.
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