domingo, 16 de octubre de 2011

Problemáticas del arte joven en Cuba: algunas reflexiones dispersas


Haydée Arango • La Habana

Las presentes líneas —inevitablemente breves y generales— no pretenden agotar un tema en el cual tendría aún mucho que decirse. Sin embargo, los cinco años de trabajo compartidos tanto en el equipo de redacción de la revista Dédalo, de la Asociación Hermanos Saíz, como en el claustro de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, me han permitido ser testigo de algunos de los rumbos del llamado “arte joven” cubano: de sus entusiasmos, de sus irreverencias, de sus preocupaciones, de sus éxitos y fracasos, de sus decepciones y resistencias. Independientemente de lo que distingue a cada universo de expresión artística, existe un núcleo común de problemáticas en las cuales músicos, escritores, diseñadores, artistas plásticos, arquitectos, realizadores audiovisuales, profesionales de las artes escénicas, fotógrafos y muchos otros creadores e intelectuales se preocupan y reaccionan por igual. Por eso, estas reflexiones dispersas solo se explican como eco de otras muchas voces e ideas con las que he podido confluir, de una manera u otra.
Es común a todo movimiento o proceso artístico que comienza, la tendencia a reaccionar contra los cánones establecidos, sabotear o ignorar las generaciones precedentes, cuestionar y desestabilizar —más que a perpetuar fijezas—, o buscar modelos y referentes en autores o etapas menos conocidos —a veces, herejes o prohibidos—. En el caso del arte joven cubano y es lógico, entonces, encontrar determinadas actitudes soberbias o contestatarias hacia algunas zonas de nuestra propia tradición, sobre todo hacia aquellas consideradas como las más oficiales o hacia las más ampliamente validadas en los últimos años.
Sin embargo, en otro sentido —que a veces también podría explicarse por esa intención fundamental de incomodar, de indagar en lo que menos se visibiliza por los medios oficiales—, se advierte igualmente una tendencia del arte joven cubano de volcarse hacia la sociedad para reflejarla, sacudirla y transformarla a través de un reconocimiento de sus realidades más duras. Esto ocurre con mucha fuerza, sobre todo, en el audiovisual, en la literatura, en el teatro y en las artes plásticas, unido a una voluntad creciente de acudir a los espacios comunitarios y/o marginales con la intención de comunicar sus circunstancias particulares a un público más amplio, de intervenir en las mismas y abrir horizontes a través del arte.
Indiscutiblemente, las grandes carencias materiales que ha padecido nuestro país desde comienzos de la década de los 90 han incidido también en la producción del arte joven cubano. En el caso específico de la literatura, por ejemplo, eso no solo ha ocurrido porque se han visto afectadas las posibilidades y/o las calidades de impresión para las propuestas de los menos conocidos —no obstante a los esfuerzos enormes de proyectos como la colección Pinos Nuevos, los premios David y Calendario, o las editoriales territoriales—, sino además porque las estrategias que se han implementado para paliar las carencias han ido conduciendo, a su vez, a nuevas manifestaciones del fenómeno.
Pienso que, aunque los concursos, las revistas y los talleres literarios siguen siendo algunas de las vías más efectivas para la promoción de los más jóvenes, precisamente por eso se ha pecado de multiplicarlos demasiado, de auparlos o de estimular más la producción de determinados géneros —por ejemplo el cuento, en detrimento de la novela o el teatro— y tendencias por encima de otros. A veces se percibe que los jóvenes autores solo escriben pendientes de las fechas de vencimiento de tal o cual premio, y para estos producen “literatura a la medida”, de acuerdo con lo que cada premio exige en sus bases o a lo que cada uno ha ido sentando como tendencia estética en sus sucesivos lauros. Por otra parte, si bien los premios se convierten en una opción sistemática para muchos, a veces la oportunidad parece más próxima a la seguridad que a la competencia: me refiero a los nombres que con mucha frecuencia se repiten porque se trata de premios de temáticas muy específicas y que tienen una alta frecuencia de otorgamiento, o porque no asumen la opción de declararse desiertos si no existe la calidad suficiente en las obras presentadas.
Como caso particular de todo lo anterior, me interesa detenerme brevemente en el fenómeno de las revistas culturales, por ser el espacio en el que mayoritariamente se ha desarrollado mi participación en el ámbito artístico cubano. No puede negarse, aun cuando el tema resulte polémico, el creciente interés de muchas publicaciones culturales actuales hacia las colaboraciones que pueden aportar los más jóvenes autores. Por otra parte, existen también revistas amparadas por instituciones culturales o de enseñanza y que son realizadas y/o dedicadas exclusivamente a los jóvenes. Algunas, sin embargo, tienen escasa circulación o padecen de enfoques adolescentes y banales. Existen también otras con mejor suerte en cuanto a posibilidades de regularización, difusión y apoyo institucional, y que por lo tanto se convierten en publicaciones de amplio perfil cultural que también estimulan acercamientos polémicos a la sociedad cubana a través de foros, paneles y encuestas que luego se reflejan en sus páginas.
En Dédalo, por ejemplo, se han destacado las discusiones en torno al estado actual de la producción ensayística e investigativa cubana en las ciencias sociales y humanas, al grado y nivel de participación de los jóvenes en sus resultados, así como a la voluntad que —en términos de políticas editoriales, culturales y científicas— se precisa para reducir los obstáculos que existen; o las discusiones en torno a la participación de los jóvenes en la cultura cubana de los últimos 50 años, a las estrategias que han enriquecido y/o todavía podrían enriquecer el diseño de una política cultural destinada a este sector social, y a cómo se proyecta el futuro de la Revolución Cubana.
Sin duda, como también ocurre en el ámbito cultural cubano en sentido general, muchos de estos debates suelen exceder el marco de lo “estrictamente” literario o artístico para alcanzar una dimensión social y muchas veces explícitamente política. Se trata, muchas veces, de llamar la atención sobre temas complejos de la cultura y de la función del campo intelectual, que no pueden desentenderse de una nueva valoración o de un análisis social profundo: tal es el caso de los (más o menos) recientes debates surgidos en torno a la racialidad y al racismo, a la homosexualidad, a los problemas de género y al machismo, a los accesos limitados a los diferentes medios de información, o incluso a los grados de participación de los más jóvenes en el diseño de su país y específicamente de las políticas culturales.
Sin embargo, la escasa existencia de revistas de valor dedicadas especialmente a un público joven, así como la permanente —y creciente— necesidad de expresión propia, han promovido que muchos jóvenes escojan definirse desde espacios marginales en los que, a su vez, puede variar la distancia —o la postura ideológica, en el más amplio sentido de la palabra— respecto del centro. En estos casos, se prefiere la filiación a publicaciones propias que, más allá de sus calidades de realización material —en vistas de que muchas veces se realizan solo en formato digital y con poco nivel de especialización visual—, funcionan como plataformas de declaración de principios grupales, moldeadas y sostenidas por intereses específicos de un grupo creador —así también las hubo en nuestra tradición, en el caso de revistas no institucionales sino de encarnación de estéticas grupales, como lo fueron Orígenes y Ciclón—. Estas otras propuestas se caracterizan por una irreverencia tenaz hacia casi todos los circuitos legitimados, y por un alejamiento de las problemáticas y las voces “del patio” más reconocidas y tratadas, para conformar un canon artístico distinto —con voces olvidadas, marginadas, exiliadas o hasta ahora desconocidas en el país—, y entablar un diálogo con la literatura contemporánea latinoamericana, europea y norteamericana menos difundida en Cuba. Creo que ese diálogo se hace mucho más interesante e importante en tanto nuestro ámbito ha perdido progresivamente, por diversas causas, la capacidad de sintonizar con la literatura y el pensamiento internacional, y de relacionar sus prácticas con fenómenos regionales y universales. Es decir, nuestras propias versiones de la exclusión social, la asimilación crítica de la Diferencia, la fractura del nacionalismo militante y del discurso ortodoxo del socialismo, entre otras aristas.
En sentido general, el aislamiento sigue siendo una de las problemáticas que laceran al arte cubano actual y, fundamentalmente, a la producción más joven: ya no se trata de argumentar cuánto se ha ganado en ese sentido, sino de implementar mecanismos efectivos y regulares que resuelvan, por ejemplo, las deficiencias de promoción nacional y de intercambio con artistas que no residen en la capital; la ausencia de jóvenes artistas en espacios ya establecidos, incluidos los de promoción, debate, decisión y representación política; la segregación de centros afines de creación y reflexión que podrían tener una agenda común de trabajo —me refiero, por ejemplo, a centros de formación artística y/o de educación superior como la Universidad de las Artes (ISA), el Instituto Superior de Diseño Industrial (ISDI), la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) y las distintas facultades de humanidades y ciencias sociales del país–; o la imposibilidad de acceder abiertamente a todo lo que acontece en Cuba y el mundo a través, por lo menos, de los medios digitales e Internet. Lo peor es que esto, a veces, se convierte en una serpiente que se muerde la cola, ya que es el escepticismo, el cansancio y el provincianismo lo que en ocasiones paraliza e impide aprovechar espacios o canales que sí existen y desde los cuales podría lograrse mucho.
Relacionado con ese fenómeno, pero también por causa de otros recelos, a menudo suele ocurrir que sobre todo lo que tenga el apellido de “joven” llueven determinadas prevenciones. Esto, por supuesto, converge con un prejuicio social generalizado, aunque en términos artísticos y culturales deberíamos estar nadando en otras aguas. A veces parece que es preferible dejar ese calificativo a un lado, a la hora de organizar proyectos o espacios de debate —los cuales, por cierto, tampoco son percibidos de la misma manera—. Aunque se siguen multiplicando las oportunidades para abrazar al arte joven cubano y brindarle respaldo económico e institucional, esto es mucho más inmediato y “libre de sospechas” en el caso de los espacios que podríamos valorar como exclusivamente artísticos, al contrario de lo que ocurre cuando se trata de proyectos de acción social o de reflexión sobre la sociedad y la realidad cubana en general.
Ello trae consigo la necesidad de respetar al joven no solo como artista, sino igualmente como un intelectual de naturaleza inevitablemente más inquieta, incómoda y contestataria. No se trata solo de coquetear con la idea del debate, sino de propiciarlo y aceptar las asperezas que puedan surgir; no se trata de reaccionar escandalizados ante las inconformidades, las provocaciones o las ideas divergentes, sino de aceptar que la diferencia, la oposición y la reflexión, en todo caso, siempre hablan a favor de la vitalidad del pensamiento y la creación; no se trata de evaluar los proyectos solo por los resultados, sino por las dinámicas y las contradicciones que en sí mismos son capaces de generar; en fin, no se trata solo de moldear o establecer espacios para el arte nuevo sin que estos sean pensados por los propios jóvenes, sino de aceptar los que se generen de manera espontánea y desde su propia esencia experimental, inmadura, radical, entusiasta o arriesgada.

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