Las presentes líneas
—inevitablemente breves
y generales— no
pretenden agotar un tema
en el cual tendría aún
mucho que decirse. Sin
embargo, los cinco años
de trabajo compartidos
tanto en el equipo de
redacción de la revista
Dédalo, de la
Asociación Hermanos Saíz,
como en el claustro de
la Facultad de Artes y
Letras de la Universidad
de La Habana, me han
permitido ser testigo de
algunos de los rumbos
del llamado “arte joven”
cubano: de sus
entusiasmos, de sus
irreverencias, de sus
preocupaciones, de sus
éxitos y fracasos, de
sus decepciones y
resistencias.
Independientemente de lo
que distingue a cada
universo de expresión
artística, existe un
núcleo común de
problemáticas en las
cuales músicos,
escritores, diseñadores,
artistas plásticos,
arquitectos,
realizadores
audiovisuales,
profesionales de las
artes escénicas,
fotógrafos y muchos
otros creadores e
intelectuales se
preocupan y reaccionan
por igual. Por eso,
estas reflexiones
dispersas solo se
explican como eco de
otras muchas voces e
ideas con las que he
podido confluir, de una
manera u otra.
Es común a todo
movimiento o proceso
artístico que comienza,
la tendencia a
reaccionar contra los
cánones establecidos,
sabotear o ignorar las
generaciones
precedentes, cuestionar
y desestabilizar —más
que a perpetuar
fijezas—, o buscar
modelos y referentes en
autores o etapas menos
conocidos —a veces,
herejes o prohibidos—.
En el caso del arte
joven cubano y es
lógico, entonces,
encontrar determinadas
actitudes soberbias o
contestatarias hacia
algunas zonas de nuestra
propia tradición, sobre
todo hacia aquellas
consideradas como las
más oficiales o hacia
las más ampliamente
validadas en los últimos
años.
Sin embargo, en otro
sentido —que a veces
también podría
explicarse por esa
intención fundamental de
incomodar, de indagar en
lo que menos se
visibiliza por los
medios oficiales—, se
advierte igualmente una
tendencia del arte joven
cubano de volcarse hacia
la sociedad para
reflejarla, sacudirla y
transformarla a través
de un reconocimiento de
sus realidades más
duras. Esto ocurre con
mucha fuerza, sobre
todo, en el audiovisual,
en la literatura, en el
teatro y en las artes
plásticas, unido a una
voluntad creciente de
acudir a los espacios
comunitarios y/o
marginales con la
intención de comunicar
sus circunstancias
particulares a un
público más amplio, de
intervenir en las mismas
y abrir horizontes a
través del arte.
Indiscutiblemente, las
grandes carencias
materiales que ha
padecido nuestro país
desde comienzos de la
década de los 90 han
incidido también en la
producción del arte
joven cubano. En el caso
específico de la
literatura, por ejemplo,
eso no solo ha ocurrido
porque se han visto
afectadas las
posibilidades y/o las
calidades de impresión
para las propuestas de
los menos conocidos —no
obstante a los esfuerzos
enormes de proyectos
como la colección Pinos
Nuevos, los premios
David y Calendario, o
las editoriales
territoriales—, sino
además porque las
estrategias que se han
implementado para paliar
las carencias han ido
conduciendo, a su vez, a
nuevas manifestaciones
del fenómeno.
Pienso que, aunque los
concursos, las revistas
y los talleres
literarios siguen siendo
algunas de las vías más
efectivas para la
promoción de los más
jóvenes, precisamente
por eso se ha pecado de
multiplicarlos
demasiado, de auparlos o
de estimular más la
producción de
determinados géneros
—por ejemplo el cuento,
en detrimento de la
novela o el teatro— y
tendencias por encima de
otros. A veces se
percibe que los jóvenes
autores solo escriben
pendientes de las fechas
de vencimiento de tal o
cual premio, y para
estos producen
“literatura a la
medida”, de acuerdo con
lo que cada premio exige
en sus bases o a lo que
cada uno ha ido sentando
como tendencia estética
en sus sucesivos lauros.
Por otra parte, si bien
los premios se
convierten en una opción
sistemática para muchos,
a veces la oportunidad
parece más próxima a la
seguridad que a la
competencia: me refiero
a los nombres que con
mucha frecuencia se
repiten porque se trata
de premios de temáticas
muy específicas y que
tienen una alta
frecuencia de
otorgamiento, o porque
no asumen la opción de
declararse desiertos si
no existe la calidad
suficiente en las obras
presentadas.
Como caso particular de
todo lo anterior, me
interesa detenerme
brevemente en el
fenómeno de las revistas
culturales, por ser el
espacio en el que
mayoritariamente se ha
desarrollado mi
participación en el
ámbito artístico cubano.
No puede negarse, aun
cuando el tema resulte
polémico, el creciente
interés de muchas
publicaciones culturales
actuales hacia las
colaboraciones que
pueden aportar los más
jóvenes autores. Por
otra parte, existen
también revistas
amparadas por
instituciones culturales
o de enseñanza y que son
realizadas y/o dedicadas
exclusivamente a los
jóvenes. Algunas, sin
embargo, tienen escasa
circulación o padecen de
enfoques adolescentes y
banales. Existen también
otras con mejor suerte
en cuanto a
posibilidades de
regularización, difusión
y apoyo institucional, y
que por lo tanto se
convierten en
publicaciones de amplio
perfil cultural que
también estimulan
acercamientos polémicos
a la sociedad cubana a
través de foros, paneles
y encuestas que luego se
reflejan en sus páginas.
En Dédalo, por
ejemplo, se han
destacado las
discusiones en torno
al estado actual de la
producción ensayística e
investigativa cubana en
las ciencias sociales y
humanas, al grado y
nivel de participación
de los jóvenes en sus
resultados, así como a
la voluntad que —en
términos de políticas
editoriales, culturales
y científicas— se
precisa para reducir los
obstáculos que existen;
o las discusiones en
torno a la participación
de los jóvenes en la
cultura cubana de los
últimos 50 años, a las
estrategias que
han enriquecido y/o
todavía podrían
enriquecer el diseño de
una política cultural
destinada a este sector
social, y a cómo se
proyecta el futuro de la
Revolución Cubana.
Sin duda, como también
ocurre en el ámbito
cultural cubano en
sentido general, muchos
de estos debates suelen
exceder el marco de lo
“estrictamente”
literario o artístico
para alcanzar una
dimensión social y
muchas veces
explícitamente política.
Se trata, muchas veces,
de llamar la atención
sobre temas complejos de
la cultura y de la
función del campo
intelectual, que no
pueden desentenderse de
una nueva valoración o
de un análisis social
profundo: tal es el caso
de los (más o menos)
recientes debates
surgidos en torno a la
racialidad y al racismo,
a la homosexualidad, a
los problemas de género
y al machismo, a los
accesos limitados a los
diferentes medios de
información, o incluso a
los grados de
participación de los más
jóvenes en el diseño de
su país y
específicamente de las
políticas culturales.
Sin embargo, la escasa
existencia de revistas
de valor dedicadas
especialmente a un
público joven, así como
la permanente —y
creciente— necesidad de
expresión propia, han
promovido que muchos
jóvenes escojan
definirse desde espacios
marginales en los que, a
su vez, puede variar la
distancia —o la postura
ideológica, en el más
amplio sentido de la
palabra— respecto del
centro. En estos casos,
se prefiere la filiación
a publicaciones propias
que, más allá de sus
calidades de realización
material —en vistas de
que muchas veces se
realizan solo en formato
digital y con poco nivel
de especialización
visual—, funcionan como
plataformas de
declaración de
principios grupales,
moldeadas y sostenidas
por intereses
específicos de un grupo
creador —así también las
hubo en nuestra
tradición, en el caso de
revistas no
institucionales sino de
encarnación de estéticas
grupales, como lo fueron
Orígenes y
Ciclón—. Estas otras
propuestas se
caracterizan por una
irreverencia tenaz hacia
casi todos los circuitos
legitimados, y por un
alejamiento de las
problemáticas y las
voces “del patio” más
reconocidas y tratadas,
para conformar un canon
artístico distinto —con
voces olvidadas,
marginadas, exiliadas o
hasta ahora desconocidas
en el país—, y entablar
un diálogo con la
literatura contemporánea
latinoamericana, europea
y norteamericana menos
difundida en Cuba. Creo
que ese diálogo se hace
mucho más interesante e
importante en tanto
nuestro ámbito ha
perdido progresivamente,
por diversas causas, la
capacidad de sintonizar
con la literatura y el
pensamiento
internacional, y de
relacionar sus prácticas
con fenómenos regionales
y universales. Es decir,
nuestras propias
versiones de la
exclusión social, la
asimilación crítica de
la Diferencia, la
fractura del
nacionalismo militante y
del discurso ortodoxo
del socialismo, entre
otras aristas.
En sentido general, el
aislamiento sigue siendo
una de las problemáticas
que laceran al arte
cubano actual y,
fundamentalmente, a la
producción más joven: ya
no se trata de
argumentar cuánto se ha
ganado en ese sentido,
sino de implementar
mecanismos efectivos y
regulares que resuelvan,
por ejemplo, las
deficiencias de
promoción nacional y de
intercambio con artistas
que no residen en la
capital; la ausencia de
jóvenes artistas en
espacios ya
establecidos, incluidos
los de promoción,
debate, decisión y
representación política;
la segregación de
centros afines de
creación y reflexión que
podrían tener una agenda
común de trabajo —me
refiero, por ejemplo, a
centros de formación
artística y/o de
educación superior como
la Universidad de las
Artes (ISA), el
Instituto Superior de
Diseño Industrial
(ISDI), la Escuela
Internacional de Cine y
Televisión (EICTV) y las
distintas facultades de
humanidades y ciencias
sociales del país–; o la
imposibilidad de acceder
abiertamente a todo lo
que acontece en Cuba y
el mundo a través, por
lo menos, de los medios
digitales e Internet. Lo
peor es que esto, a
veces, se convierte en
una serpiente que se
muerde la cola, ya que
es el escepticismo, el
cansancio y el
provincianismo lo que en
ocasiones paraliza e
impide aprovechar
espacios o canales que
sí existen y desde los
cuales podría lograrse
mucho.
Relacionado con ese
fenómeno, pero también
por causa de otros
recelos, a menudo suele
ocurrir que sobre todo
lo que tenga el apellido
de “joven” llueven
determinadas
prevenciones. Esto, por
supuesto, converge con
un prejuicio social
generalizado, aunque en
términos artísticos y
culturales deberíamos
estar nadando en otras
aguas. A veces parece
que es preferible dejar
ese calificativo a un
lado, a la hora de
organizar proyectos o
espacios de debate —los
cuales, por cierto,
tampoco son percibidos
de la misma manera—.
Aunque se siguen
multiplicando las
oportunidades para
abrazar al arte joven
cubano y brindarle
respaldo económico e
institucional, esto es
mucho más inmediato y
“libre de sospechas” en
el caso de los espacios
que podríamos valorar
como exclusivamente
artísticos, al contrario
de lo que ocurre cuando
se trata de proyectos de
acción social o de
reflexión sobre la
sociedad y la realidad
cubana en general.
Ello trae consigo la
necesidad de respetar al
joven no solo como
artista, sino igualmente
como un intelectual de
naturaleza
inevitablemente más
inquieta, incómoda y
contestataria. No se
trata solo de coquetear
con la idea del debate,
sino de propiciarlo y
aceptar las asperezas
que puedan surgir; no se
trata de reaccionar
escandalizados ante las
inconformidades, las
provocaciones o las
ideas divergentes, sino
de aceptar que la
diferencia, la oposición
y la reflexión, en todo
caso, siempre hablan a
favor de la vitalidad
del pensamiento y la
creación; no se trata de
evaluar los proyectos
solo por los resultados,
sino por las dinámicas y
las contradicciones que
en sí mismos son capaces
de generar; en fin, no
se trata solo de moldear
o establecer espacios
para el arte nuevo sin
que estos sean pensados
por los propios jóvenes,
sino de aceptar los que
se generen de manera
espontánea y desde su
propia esencia
experimental, inmadura,
radical, entusiasta o
arriesgada.
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