jueves, 18 de enero de 2018

Paseos habaneros

Por: Ciro Bianchi Ross


Autor: Laz.

Cuando yo era joven, la gente de mi generación, antes de ir a cualquier parte, iba primero a Coppelia, y no era raro que al final de la jornada volviera sobre sus pasos para terminar la noche en la misma heladería. La vida nocturna continuaba siendo muy intensa en La Habana, y Coppelia, sin desdecir su oferta, permanecía abierta hasta las dos de la mañana.

Los pequeños clubes que poblaban el Vedado desaparecían poco a poco sin que lo advirtiéramos apenas, pero intérpretes como Bola de Nieve y Martha Strada llenaban las noches en restaurantes como Monseñor y La Roca, respectivamente, mientras que Miriam Acevedo recitaba los poemas de Virgilio Piñera en El Gato Tuerto y la gente del filin descargaba en El Pico Blanco. Elena Burke se adueñaba del Sherezada, como tiempo antes hizo La Lupe en La Red. Había recitales, en las noches de jueves, en la pequeña sala del Museo Nacional, con su acústica impresionante y los espectáculos de cabarés, con sus luces, lentejuelas y mulatas barrocas, se sucedían a todo tren. Muy concurridos eran los conciertos de media noche del auditórium Amadeo Roldán, sede entonces de la Orquesta Sinfónica Nacional, y, por otra parte, la Banda Municipal de Conciertos, todavía bajo la conducción del maestro Gonzalo Roig, deleitaba a los transeúntes en el Parque Central o en la Plaza de Armas. Nunca preferimos para merendar El Carmelo de 23, y sí el de Calzada, y la amable cafetería del sótano del Hotel Nacional tenía onda y era también de las preferidas. Restaurantes como El Conejito y El Polinesio, muy nombrados entonces, los conocimos ya de viejos, al igual que El Patio y 1830, los más emblemáticos de la época. Si había dinero nos íbamos a El Cochinito, recién inaugurado por aquellos días. Muy recurrida era La Casa de los Vinos, cerca de la Estación Central de Ferrocarriles, y si de restaurantes italianos se hablaba, la palma se la llevaba el diminuto Da’Rossina, con sus pizzas espectaculares y aquellos exquisitos cocteles de camarón o de langosta, tan memorables como los martinis del bar del restaurante La Roca.
Claro que no todo era comer y cantar. Muy gustadas eran asimismo las caminatas por la ciudad. Caminatas casi siempre «en seco». Cuando en 1963 aparecieron los tres volúmenes con los apuntes históricos de Emilio Roig sobre La Habana, el escribidor hizo una lista con los lugares que le parecieron más sugerentes de los que allí se mencionaban y se decidió a conocerlos uno a uno. Fue entonces que visitó por primera vez la Plaza Vieja y el palacio de los condes de Casa Jaruco, convertido en una casa de vecindad. Sintió la emoción de hallarse a las puertas de la Catedral y se fotografió con el Templete al fondo. Una sensación indescriptible lo invadió a las puertas del antiguo seminario de San Carlos y San Ambrosio, entonces Palacio Cardenalicio.
Comprar con los ojos

Había otro paseo, siempre nocturno. El de las vidrieras. En este las opciones eran casi infinitas, pues La Habana de entonces, si hubieran podido colocarse en línea, contaba con más de 20 kilómetros de vidrieras de establecimientos comerciales diversos.

Con centro en Galiano y San Rafael podía caminarse hacia el mar, rumbo a Prado o hacia Reina con la seguridad de que no habría aburrimiento posible. A veces, desde Galiano alcanzábamos el Malecón y lo remontábamos hasta la altura del Hotel Nacional para, por la calle O, alcanzar La Rampa, que ha sido, durante las últimas seis o siete décadas, el paseo habanero por excelencia.

Cada época ha tenido el paseo que la ha caracterizado. La Rampa desplazó al Prado, como el Prado desplazó en su momento a la Plaza de Armas y esta a su vez a la Alameda de Paula.

Curiosamente, eso de recorrer las calles comerciales para «comprar con los ojos» es costumbre antiquísima. Ya hacia 1832 los propietarios de las tiendas radicadas en las calles de Oficios, Mercaderes y Muralla solían alumbrar sus establecimientos con farolitos para que los paseantes nocturnos pudiesen ver la mercancía exhibida y propiciar en ellos la ilusión de visitar una feria.

Con el tiempo el eje del comercio habanero se desplazó hacia las calles de Obispo y O’Reilly. En ellas estaban las tiendas más exclusivas, las más lujosas joyerías, las librerías mejor surtidas. La mejor sastrería de la ciudad, la del padre de Julio Antonio Mella, se hallaba en Obispo, y en la misma calle, el café Europa, con su exquisita repostería, se ufanaba de ofertar los mejores pasteles. En los años 20, en una tienda de la calle Obispo compró Al Capone tres relojes Patek Phillipe, a 2 000 dólares cada uno.

Todavía en los primeros años del siglo XX, Obispo y O’Reilly eran, decía Orestes Ferrara, el centro del «visiteo matinal»; la gente las recorría para ver y dejarse ver. Antes de que se generalizara la electricidad en La Habana, el edificio de la Manzana de Gómez atraía a los caminantes con la luz eléctrica que lo iluminaba. Muy gustados eran en las tardes los refrescos y helados de El Anón del Prado.

Quedaron atrás Obispo y O’Reilly y el eje del comercio y la moda se instaló en Galiano y San Rafael, la llamada Esquina del Pecado.
Primeros paseos

José Martín Félix de Arrate, el más antiguo de nuestros historiadores, alude en su famoso libro a los lugares que en 1761 utilizaban los habaneros para su esparcimiento, es decir los primeros paseos habaneros de que se tienen noticia.

Reconoce Arrate que la ciudad no dispone de los célebres parajes de urbes más opulentas, pero recalca que la amenidad de los existentes garantiza suficiente atractivo para el paseante. Se lamenta de que no se utilice el que él llama paseo de la bahía, en la ribera opuesta de la villa, que «con la apacibilidad de sus parajes brinda lugar para el agradable pasatiempo». Menciona, por la parte de tierra, el que arranca en la puerta de la Punta de la Muralla y sigue el camino de la caleta de San Lázaro, «una alameda natural en la que se disfruta con el fresco sombrío de los viveros y limpia llanura de la senda más deleitable, la vista del mar por una banda y la otra la de las huertas que están asentadas por aquel paraje». El otro paseo primitivo que tiene en cuenta el historiador es el que sale del recinto amurallado por la puerta de Tierra (Muralla) alcanza una calzada poblada de árboles ya copudos que dan fresco y sombra, llega a los barrios intermedios de Nuestra Señora de Guadalupe y Santísimo Cristo de la Salud y desemboca en el Arsenal (actual Estación Central de Ferrocarriles) donde, dice Arrate, sus máquinas y tráfago «pueden divertir y ocupar el tiempo y la atención con gusto mucho rato no solo de los iniciados en la náutica, sino a los que no lo son».

Siguieron otros que el hombre construyó expresamente como sitios de recreo y esparcimiento y que gozaron de la preferencia de los habaneros durante la Colonia. Se trata de la Alameda de Paula, la Plaza de Armas, la Cortina de Valdés, el Prado o Alameda de Isabel II y el Paseo Militar o de Tacón, en la actualidad Avenida de Salvador Allende o Carlos III.
Recuento

La Alameda de Paula data de 1771 y es obra del Marqués de la Torre, gobernador general de la Isla considerado por muchos nuestro primer urbanista. Ha llegado a nosotros esa especie de malecón que dominaba la bahía y la loma y el caserío de Regla. Un terraplén con álamos y bancos de piedra que fue hermoseado por los gobernadores sucesivos, en especial el Marqués de Someruelos, que mejoró además el teatro Principal, que se levantaba en uno de los extremos de la Alameda. Muy a comienzos del siglo XIX se dotó a este paseo de una fuente y, más tarde, de una baranda de hierro. Mesas para el juego de dominó se situaron debajo de una espaciosa enramada de bejuco indio siempre verde y matizado de flores amarillas, en tanto que el cercano café Las Delicias garantizaba el trago de aguardiente o el refrigerio oportuno.

La Plaza de Armas fue, a partir de 1840, el sitio preferido de los habaneros. Toda La Habana se daba cita allí en los días «de moda» y de retreta, así como los jueves y viernes santos en que a pie se concurría a escuchar el concierto sacro que en esos días allí tenía lugar. La estatua de Fernando VII, el rey felón, que la presidió hasta 1955, se emplazó allí en 1834.

La Cortina de Valdés fue obra del capitán general Gerónimo Valdés y su construcción se inició en 1841. Tenía una extensión de 200 varas castellanas, corría sobre el lienzo de la muralla de mar que se extendía entre la batería de San Telmo y el parque de la Artillería y se accedía a ella gracias a dos escaleras de piedra. Tenía asientos y una barandilla que la circundaba. Un lugar batido por la brisa marina que propiciaba una vista insuperable de la bahía.

Fue obra asimismo del Marqués de la Torre el Paseo del Prado, llamado también Alameda de Isabel II. Su trazado se inició en 1771 y fue continuado por los capitanes generales subsiguientes, en especial Luis de las Casas, Someruelos, Vives y Ricafort. Sesenta años después del inicio de la obra, el Paseo se extendía desde la puerta de la Cárcel, por la Calzada de San Lázaro hasta la ya aludida puerta de Tierra de la Muralla, teniendo en uno de sus extremos la Fuente de la India y la imagen de bulto de Isabel II en una de sus secciones, estatua que se emplazó en el lugar en 1851 y fue retirada ya en la República a fin de situar en su espacio la imagen de José Martí, obra del artista cubano Villalta Saavedra.

Dice José María de la Torre en su libro Lo que fuimos y lo que somos; La Habana antigua y moderna (1857) que los que concurrían a este Paseo solían darse después una vueltecita por las calles de Empedrado, Habana y Sol o por las de Jesús María y Oficios, reuniéndose después los hombres en el establecimiento de Mr. Traven que se conocía como el Café de Taberna, en la Plaza Vieja. Después, hacia 1810, la vueltecita llegaba a la Plaza de Armas y continuaba hasta la nevería de Juan Antonio Monte, en Luz y Acosta, a fin de disfrutar de un helado, que se expedía a peso la copa.

El último de los paseos coloniales fue el Paseo Militar o de Tacón (1835) con un largo de unas 2 000 varas castellanas que se extendían entre el campo de Peñalver y el Castillo del Príncipe.
Salvar La Rampa

Hoy se reaniman el Paseo del Prado y el Malecón. La calle Obispo luce sus mejores galas y la Plaza de Armas es orgullo de la ciudad. La Alameda de Paula recobró su esplendor de antaño…

Se impone con urgencia ocuparse de La Rampa. Ese pedazo de avenida que corre entre Infanta y la calle L, y que en los años 60 el poeta argentino Mario Trejo definió como «estado de ánimo», luce un deterioro que se acentúa. No permitamos que siga siendo víctima del abandono y la desidia.

(Tomado de Juventud Rebelde)

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